Las películas de indios y vaqueros. El western. Cantares de gesta de los pistoleros impresos en celuloide. El mito fundacional de los Estados Unidos. La leyenda. Bienvenidos pues, al lejano oeste americano.
A renglón seguido se enumeran una serie de cinco películas catalogadas en el género cinematográfico popularmente conocido como western. Se ha tratado de huir de los títulos que copan los lugares de honor de cualquier lista que se puede consultar en libros, revistas o internet. Y si bien, ni mucho menos son westerns de serie B, sí es probable que algunos de los lectores de esta web no conozcan, conozcan poco o bien aún sabiendo de su existencia no se habían aventurado aún a verlos. Los breves textos (sin spoilers) que podéis leer a continuación tienen esa única intención, animar a descubrir estas fabulosas películas.
Sin más, os dejamos con 5 westerns para descubrir, deseamos que sean de vuestro gusto. Si lo tenéis a bien, podéis dejar vuestras opiniones al respecto a través de las diferentes vías de contacto de la comunidad de “Más cine”.
Viva el cine. Viva John Ford. Viva el western.
Justo en el ocaso de los títulos de crédito iniciales, unas letras a toda pantalla con la clásica tipografía de los westerns nos sitúa espacio temporalmente: “El Oeste, 1867”. Tras una densa nube de polvo siete forajidos entran en un saloon , antes de apremiar al camarero para que les sirva, se percatan de que en la pared, frente a ellos, cuelga el enorme cuadro de una hermosa joven a caballo semidesnuda. Los ojos sedientos de los tipos se centran soñadores en él, contemplando la imagen como si de una representación de sus anhelos se tratase.
A continuación, un parroquiano beodo del local les informa de que el sheriff no está en la ciudad. Exprimen sus dedales de whisky. Sin solución de continuidad dos de ellos, James (Gregory Peck) y Dude (Richard Widmark), entran en el banco de la ciudad. A rostro descubierto, a punta de revólver y con una calma que solo da la experiencia, atracan el banco. Acoto seguido toda la banda monta a caballo y abandonan la ciudad al galope empujados por la misma nube de polvo fantasmal que los trajo tan solo unos minutos antes.
Rápidamente son perseguidos (en una de las mejores persecuciones a caballo jamás filmadas) por una división del ejército. En su intento desesperado de huida se internan en el vasto desierto de sal para escapar de sus perseguidores. Tras una sofocante e interminable travesía, cuando ya están a punto de morir de agotamiento y sed, llegan a una ciudad minera fantasma que parece atrapada en el tiempo, donde sólo resisten en ella, contra viento y polvo, un anciano buscador de oro y su joven y hermosa nieta Mike (Anne Baxter).
Los delincuentes pronto sospechan que, con el paso de los años, el veterano buscador de la gloria dorada ha podido acumular una fortuna que pueden robar fácilmente debido a la aparente desprotección de abuelo y nieta. Pero sus codiciosos planes se complican cuando James, hasta el momento el jefe de la banda, siente una febril atracción por la chica y decide hacer frente a sus antiguos compañeros de fechorías. Esta es la sinopsis de un atípico, atmosférico, peligroso, violento, físico, erótico y fantasmal western dirigido con mano maestra por el gran William A. Wellman.
En “Cielo Amarillo” con William A. Wellman a los mandos y un gran reparto de actores encabezado por Gregory Peck (James), Richard Widmark (Dude), Anne Baxter (Mike), se nos propone un viaje cinematográfico que trasciende las convenciones propias del género. En esta obra, Wellman desafía las expectativas del espectador al presentar una narrativa que va más allá de los estereotipos habituales del western y que cautiva desde el primer fotograma. La película nos transporta a un mundo fantasmagórico rozado por lo apocalíptico, repleto de matices, donde los personajes están moldeados por sus circunstancias sociales, religiosas y el propio entorno que les aplasta. Personajes que atienden a motivaciones que apelan a los instintos más primarios del ser humano.
La película transita con un ritmo pausado por sus tres actos, se desenvuelve de forma lenta pero constante, permitiendo que los conflictos se desarrollen de manera orgánica y creíble, explorando temas como la ambición, el oportunismo, la redención, la lealtad, la atracción física, el despertar sexual, y el amor.
William “El salvaje” Wellman, como así era conocido en la época, director de la primera película en ganar el premio Oscar, y autor de otros westerns legendarios como, “Incidente en Ox-Bow” (1942), “Caravana de mujeres” (1951) , y “Más allá del Missouri” (1951); demuestra en esta ocasión su maestría visual al capturar la vastedad de los paisajes del inhóspito oeste americano, utilizando la cinematografía para transmitir la sensación de inmensidad y soledad que define el entorno.
Además, la dirección de arte y la fotografía se combinan para crear una atmósfera de pesadilla envolvente que sumerge al espectador en una especie de ensoñación expresionista de polvo, pólvora y pasión.
Con una dirección magistral, una fotografía maravillosa en blanco y negro, unas actuaciones soberbias y una trama profunda, este western negro, adulto, habita en la memoria del espectador mucho después de que se desvanezca el polvo y aparezcan las seis letras del “THE END”.
En resumen, «Cielo Amarillo» es un tesoro del cine del oeste que trasciende su género, atraviesa su propio desierto de sal, para ofrecer una experiencia cinematográfica memorable, inmersiva y satisfactoria con un duelo final, de resolución en off, fuera de cuadro, que es historia de cine en mayúsculas.
Protagonizada por dos tótems del género, Burt Lancaster y Gary Cooper. La película sigue las andanzas de dos aventureros, Ben Trane (Gary Cooper) y Joe Erin (Burt Lancaster), quienes forman una alianza para liderar un grupo de mercenarios en México durante la Revolución mexicana de 1866.
Su misión inicial de escoltar a la Emperatriz Carlota (Denise Darcel) se complica cuando descubren un cargamento de oro en dicho contingente y se ven envueltos en una lucha de poder entre diferentes facciones. Traiciones, enfrentamientos y alianzas cambiantes se suceden mientras los protagonistas intentan mantenerse fieles a sus propios intereses en un mundo donde la lealtad es una moneda de cambio.
Estamos pues ante un western de escritura sencilla en su propuesta y desarrollo que basa su fuerza en las interpretaciones de un dúo protagonista titánico (no sería justo olvidarse del brillante plantel de secundarios y la participación de nuestra Sara Montiel) y en los giros de guión que van ejecutando los personajes principales a golpe de ambición.
La estructura de “road movie” con una misión que cumplir por parte de un equipo de especialistas funciona muy bien. Los trayectos sirven para desarrollar a los personajes, mínimamente, basta con unas pocas pocas pinceladas, pues están basados en arquetipos que se van a respetar a pies juntillas, pues otro de los temas de la película es la diferencia tanto de clases, culturales como de bandos/roles tras la guerra de secesión y esta confrontación de figuras representativas es muy eficaz.
Es este un western exótico. Por las localizaciones (maravillosos e inolvidables, por ejemplo, los planos con el contingente desplazándose a los pies de una pirámide) y por la diferencia de culturas. Es estimulante la confrontación que se establece entre Estados Unidos y Europa disfrazada de Méjico. Es fascinante ver a cowboys en entornos palaciegos propios del XVIII europeo y presenciar sus interacciones y luchas con personajes con uniformes de un marcado carácter victoriano.
Formalmente la cinta es muy agresiva por momentos en cuanto al tipo de angulaciones de cámara y planos que utiliza. Encuadrando en muchas ocasiones a los personajes reaccionando con su rostro en primeros planos mientras que al fondo transcurre una acción. Equilibra bien esta decisión cuando toca salir a espacios abiertos y regala unos generales variopintos y memorables utilizado con acierto el entorno tan particular de esta película.
Dirigida por el gran Robert Aldrich, firmante de otras reseñables películas de vaqueros tales como, Apache (1954), El último atardecer (1961) y La venganza de Ulzana (1972). Cuyo cine, en los diferentes géneros que cultivó con acierto, presenta un marcado carácter violento, retorcido, intenso y vigoroso, cosecha en la cinta que nos ocupa una película notable por su sencillez bien entendida, eficacia, contundencia y particularidad.
Para despedir reseña y cinta, subrayar el duelo final que bien puede listarse en letras de oro en la relación de duelos inolvidables del western, enfrentamiento par a cara o cruz santo y seña del género.
Jessica Drummond (icónica Barbara Stanwyck) una despótica terrateniente a lomos de su corcel blanco, reina con puño de hierro en el condado de Cochise (Arizona) al mando de un grupo de cuarenta pistoleros a los que hace referencia el título, los cuales mediante el uso de la violencia controlan tanto al sherrif actual como a los jueces.
Jessica verá alterado su reinado con la llegada al territorio de Griff Bonnell (Barry Sullivan), representante del gobierno federal de los Estados Unidos que lleva en su poder una orden de detención contra uno de los hombres de Drummond.
Atormentado y arrebatado western que trabaja sobre la idea de la ley, el orden y la justicia en el oeste norteamericano, pero sin dejar de lado el río subterráneo que motiva tales acciones, las pasiones más primarias del ser humano.
La película, toda ella es una rareza en la que cada secuencia parece única, plagada de hallazgos visuales que rescatarían posteriormente subgéneros como el spaghetti western ya estaban apuntados aquí.
Con una fotografía majestuosa en blanco y negro de una enorme complejidad expresiva a cargo de Joseph F. Biroc, logrando unas atmósferas de luz dura que tramiten perfectamente el carácter físico, violento y de confrontación del film. Con un tono fatalista y unos personajes contradictorios que pasan por todos los espacios emocionales posibles construyendo una tragedia griega de polvo y pólvora.
Con diálogos afilados y escenas cargadas de tensión gracias a la portentosa puesta en escena (con instantes de intensa violencia visual), meticulosa planificación y a su moderno a la par que atrevido montaje.
“Cuarenta Pistolas”, otra de las joyas escondidas del género, nos transporta a un mundo donde cada bala cuenta y cada decisión puede cambiar el destino de los personajes. Sin duda, una experiencia cinematográfica que nos mantendrá al borde de nuestros asientos, desde la brillante secuencia inicial de títulos de crédito donde parece desatarse la tormenta, hasta el último suspiro, con un final memorable resuelto mediante un gran plano general tan íntimo como desprovisto de énfasis.
El veterano Steve Judd (Joel McCrea), un antiguo vaquero, otrora delincuente de medio pelo, pistolero y por último sheriff de una pequeña ciudad, es contratado por los banqueros Hermanos Sampson para que transporte una partida de oro valorada en unos 20.000 dólares desde lo alto de la sierra hasta el banco de la ciudad en la falda de la montaña. Misión que ya han intentado otros pistoleros a sueldo en su lugar, pero que ninguno consiguió finalizar con éxito debido a los números asaltos que se cometen en el paso de montaña que lleva al asentamiento minero enclavado en lo alto.
Cuando Steve llega a la ciudad para hacerse cargo del trabajo, se encuentra por casualidad con su gran antiguo, compañero de viejas andanzas y ayudante en su etapa de sheriff, Gil Westrum (Randolph Scott), quien en compañía de su joven protegido Heck Longtree (Ron Starr), regentan un puesto de feria ambulante en el que se dedican a timar a los numerosos incautos que pululan por las ferias de los pueblos. Steve, que ya no está en sus mejores momentos (como se pone en evidencia con sutileza y maestría en la fabulosa escena con los banqueros en la firma del contrato), tras explicarles el motivo de su venida y la tarea que le han encargado, les propone que lo acompañen en su peligrosa empresa con la promesa de 10 dólares al día más gastos.
Judd desconoce que sus nuevos ayudantes han accedido a acompañarlo porque pretenden quedarse con todo el oro y tener la jubilación que piensan se merecen tras años de oficios y orificios de bala mal pagados.
Todo se complica durante el camino con la entrada en la historia del elemento catalizador. Los tres pistoleros se verán envueltos en problemas cuando una joven muchacha les pide ayuda. Primero para que la ayuden a huir del férreo control (se deja entrever que tal vez algo más) de su puritano padre y, más tarde, para que la salven de su descerebrado novio y los violentos y repugnantes hermanos de este, con quienes se ha ido a encontrar en el asentamiento minero, asentamiento venido a menos, bañado en alcohol, vicio, depravación y perdición, al que se dirigen.
Esta sería una breve sinopsis, que parecería la de cualquier otra película del oeste, pero de la que la que florece con fuerzas renovadas una auténtica balada del género. Una película que gusta más cuántos más westerns lleve el espectador en sus alforjas. Un western mitológico, crepuscular, de ocaso, desprovisto de épica y heroicidades, realista hasta la médula, que muestra en pantalla, como pocas veces hasta la fecha, balaceras donde las armas son falibles, los pistoleros precisan de lentes, donde suelo y rocas reciben más balas que sus destinatarios, donde cuesta matar y sobre todo, donde cuesta morir. Muertes que vamos a ver con rostros desencajados y ojos vacíos en primer plano, los caídos en tiroteo no son figuras lejanas que son abatidos al primer disparo de revólver a 100 metros de distancia.
Es este pues, en eso, un western distinto a los clásicos de los que que se nutrió Sam Peckinpah en 1962 para filmar y coescribir esta su segunda película del género tras su “Compañeros mortales” (1961) protagonizada por Maureen O’Hara y tras la que vendrían tremendos westerns tales como: “Mayor Dundee” (1965), “Grupo salvaje” (1969), “La balada de Cable Hogue” (1970), “Pat Garrett y Billy el Niño” (1973) y otras películas que sin serlo lo son, como: “Perros de paja” (1971), “La huida” (1972) o la maravillosa “El rey del rodeo” (1972).
Sam Peckinpah, culto, salvaje, conflictivo, contradictorio y paranoide, su cine marcó un antes y un después en la historia del western creando desde el inicio una división entre sus muchos defensores y sus menos, pero importantes (siempre sale a colación Howard Hawks) detractores.
Con un género cinematográfico por aquel entonces en declive, sus westerns se convertirían en un canto a los últimos momentos del heroico cine del oeste como género cinematográfico, con una crepuscular visión de un mundo que había convertido a los antiguos héroes de la gran pantalla en marionetas para niños. Sus antihéroes serían siempre perdedores que intentaban vivir ajenos a un progreso que acabaría con ellos de forma inexorable.
Protagonizada por dos estrellas legendarias del género en el tramo final de su carrera, un otoñal Joel McCrea y Randolph Scott, que se retiraría de la actuación tras esta película, tal vez entendiendo que no podía haber mejor broche a su carrera. Hija de los westerns de John Ford por su poesía, de los Anthony Mann por su estética y uso del entorno y el paisaje. Hermanada con el cine de Akira Kurosawa, del que Peckinpah era admirador confeso, por la moral de los protagonistas y la violencia de las imágenes.
En “Duelo en la alta sierra” aún no están presentes algunos de los estilemas más característicos que encumbraran a este director de culto en la época de los 60-70’s, pero si podemos encontrar ya algunos de los rasgos más característicos del autor como son, su enorme lirismo, unas imágenes cargadas de poesía, el acertado uso de la banda sonora, la predilección por los antihéroes, los perdedores honorables y los fuera de su tiempo, personajes a los que el avance de lo que se llama, a veces de forma equivocada, civilización, ha atropellado o simplemente adelantado como ocurre en la escena inicial de esta película, donde una carrera entre caballos y un camello, si, un camello, es ganada por este último en una metáfora visual de la situación vital de nuestro protagonista. Escena en la que además casi es arrollado por uno de los primeros coches a vapor que descontrolados comenzaban a circular por las ciudades.
Peckinpah quería dotar a la historia de un tono triste y melancólico, premonitorio de un final sin solución. El veterano director de fotografía Lucien Ballard, que había dado sus primeros pasos en la profesión de la mano del gran Josef von Sternberg y era un viejo conocido de los protagonistas, logró unas imágenes otoñales plenas de melancolía, marco perfecto para construir una reflexión sobre la amistad en mayúsculas, la decadencia, la incapacidad de huir del destino y la exploración de la idea del honor en un mundo cambiante, donde los viejos códigos de conducta y lealtad se enfrentan con la corrupción y la codicia.
Aborda temas como la redención, la búsqueda de un propósito en la vida especialmente en la última etapa de la existencia a medida que los personajes se enfrentan a desafíos y decisiones difíciles y se ven obligados a reevaluar sus prioridades y lo que realmente significa ser honorable. Todo ello presentado con la maestría visual y narrativa que caracteriza el cine de Peckinpah.
El artista George Bassman compuso la maravillosa partitura, autor de la música de títulos tan dispares como Juan Nadie (Frank Capra (1941)) o Marty (Delbert Mann (1955)). El resultado fue espléndido, melancólico, apasionado y muy poético, reforzando adecuadamente los momentos más dramáticos de la cinta.
Estamos pues ante una película mayúscula. Asistir a esta hora y media de cine es subir a la alta sierra del western. Un melancólico poema audiovisual escrito en celuloide por un trovador guerrero. Con diálogos como este, hacia el final de la cinta, recitado mientras suena la melodía principal de la banda sonora con la imponente mirada de las montañas de fondo:
– (Gil Westrum): “No te preocupes de nada, me encargaré de ello tal y como tú lo hubieras hecho”.
– (Steve Judd): “Lo sé. Siempre lo supe. Simplemente tú lo olvidaste por un momento, eso es todo. Olvidaste que eres mi amigo”.
Diálogo ocaso de una escena final para la historia del género, donde lo importante no es quien se queda o no el oro, sino si se producirá o no la traición a un amigo, rompiéndose así el lazo sagrado que es el mas valioso de los tesoros extraídos de las rocosas entrañas de los hombres del oeste, la Amistad.
En esta ocasión nos aventuramos en los vastos paisajes del Oeste americano con “Camino a Oregon”, dirigida por el artesano del género Andrew V. McLaglen y estrenada en 1967 con un reparto de campanillas.
En esta emocionante película seguimos los pasos del intrépido y megalómano ex-senador William J. Tadlock, interpretado por el legendario Kirk Douglas, quien lidera una caravana de colonos hacia el lejano oeste en busca de una nueva vida y oportunidades.
Completan el reparto principal, Robert Mitchum encarnando a Summers, un experimentado explorador que hará las veces de guía a través de los 2.500 km de travesía por territorio indio. Y Richard Widmark como Lije Evans, un granjero ansioso de aventuras.
A lo largo de su peligroso viaje a través de las vastas llanuras y montañas escarpadas, los colonos se enfrentan una serie de desafíos, desde los propios de la orografía norteamericana a los ataques de tribus indígenas hasta conflictos internos y traiciones inesperadas. Pero su determinación y espíritu de supervivencia los llevan a superar cada obstáculo en su búsqueda de un hogar en la frontera del lejano Oeste.
Más allá de las monumentales hazañas físicas, este western es una historia sobre el poder de la voluntad humana, la fuerza de la comunidad y la lucha por la libertad y la justicia en un mundo implacable. Con su mezcla de acción emocionante, drama conmovedor y paisajes impresionantes, esta película nos transporta a una época legendaria de la historia norteamericana, donde el destino estaba marcado por la valentía y la determinación.
Estamos pues ante un lúcido ejemplo del mítico western clásico de mujeres rubias que llevan las riendas. De hombres rudos de gran corazón. De indios y granjeros. De caravanas y carretas. De caballos, bueyes y mulas. Del polvo y el barro del camino. De vadear ríos y cruzar desiertos. De dejar atrás. De la gloria en el horizonte. De tierra negra y suave donde prosperar. De conquistar el Oeste. De Mitchum, Widmark y Douglas. De camino a Oregón.